En el año 1852 San Juan Bosco se encontró en la calle con un grupo de jovencitos que le pedían les regalara alguna medalla. A cada uno le obsequió su medalla, menos a uno pálido y delgaducho, de noble mirada, al cual el santo haciendo como que partía su brazo izquierdo con la mano del derecho le dijo: «A ti sólo te doy esto». El jovencito no entendió qué significado podría tener esa acción, pero 30 años más tarde, le preguntará a Don Bosco: «¿Qué me quiso decir en mi niñez cuando me ofreció regalarme la mitad de su brazo?», y el santo le responderá: «Te quise decir que los dos obraríamos siempre ayudándonos el uno al otro y que tú serías mi mejor colaborador». Y así fue en verdad.
Miguel Rúa nació en Turín (Italia) de una modesta familia. Hizo sus estudios de primaria con los Hermanos Cristianos que lo apreciaron mucho porque era sin duda el alumno de mejor conducta que tenían en su escuela.
Y resultó que al Instituto de los Hermanos iba San Juan Bosco a confesar y los alumnos se encariñaron de tal manera con este amable santo que ya no aceptaban confesarse con ningún sacerdote que no fuera él. Y Rúa fue uno de los que se dejaron ganar totalmente por la impresionante simpatía y santidad del gran apóstol.
Al quedar huérfano de padre, empezó a frecuentar el Oratorio de Don Bosco, donde los muchachos pobres de la ciudad iban a pasar alegre y santamente los días festivos. Allí oyó un día que el santo le preguntaba: «Miguelín: ¿nunca has deseado ser sacerdote?». Al jovencito le brillaron los ojos de emoción y le respondió: «Si, lo he deseado mucho, pero no tengo cómo hacer los estudios».
Más tarde Don Bosco lo envió a que recibiera clases de un excelente profesor de la ciudad, y cuando le pidió informes acerca de su alumno, el profesor respondió: «Es el mejor de la clase en todo: en aplicación, en conducta y en buenos modales».
Rúa fue el primer alumno de Don Bosco que ordenado de sacerdote se quedó a colaborarle en su obra. Fue también el primer director de colegio salesiano y el hombre de confianza que acompañó durante 37 años al gran apóstol en todas sus empresas apostólicas. En él depositaba San Juan Bosco toda su confianza y era en todo como su mano derecha.
Cuando el Padre Rúa fue nombrado para ser director del primer colegio salesiano que se fundaba fuera de Turín, le pidió a su maestro Don Bosco que le trazara un plan de comportamiento, y el santo le escribió lo siguiente: «Ante todo trate de hacerse querer, más que de hacerse temer. Recuerde lo que decía San Vicente de Paúl: ‘Yo tenía un carácter demasiado serio y un temperamento amargo, y me di cuenta de que, si no hay amabilidad, se hace más mal que bien en el apostolado. Y me propuse adquirir un modo de ser amable y bondadoso’. Este sea su plan de comportamiento». Miguel Rúa conservó toda su vida estos consejos y llegó a practicarlos de manera admirable.
Y el 6 de abril de 1910, después de exclamar: «Salvar el alma, eso es lo más importante», expiró santamente. Había dedicado su existencia totalmente a tratar de hacer amar más a Dios y a colaborar en la salvación de las almas.