El sacrificio de Cristo en la cruz supera todos los sacrificios del Antiguo Testamento por el sacerdote que lo ofrece, la víctima ofrecida y la unión entre el sacerdote y la víctima.
El sacerdote es un mediador que tiene características propias: ha de ser humano, recibir una vocación divina, consagrado por Dios, compasivo y misericordioso con los pecadores y que ejerza ese oficio de mediador entre Dios y los hombres por medio de la oración y el sacrificio para la santificación propia y de los hombres y para gloria de Dios.
El sacerdocio se ordena al culto de la religión y sus actos centrales son el sacrificio y la oración. A través de ellos el sacerdote lleva a Dios los deseos, las súplicas y los sacrificios de los hombres, y les comunica a éstos las gracias, el perdón de los pecados, la vida eterna y las cosas de Dios. Para que haya sacrificio es necesario que haya: víctima o cosa sensible que se ofrece, ministro oferente y acción sacrificial.
Aunque en algunos misales de principios del siglo XX ya se encontraba la Misa votiva de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, esta fiesta de origen español obtuvo la aprobación de la Santa Sede en 1971. Posteriormente fue solicitada por numerosos Episcopados y Diócesis de todo el mundo; y así fue incluida en el calendario litúrgico en 1974.
El Nuevo Testamento no utiliza el término sacerdote para referirse a los ministros de la comunidad. Lo reserva para denominar a Cristo como sacerdote de la Nueva Alianza que nos ha reconciliado con Dios y al pueblo de Dios, y nos ha llamado a formar parte de su Iglesia, haciéndonos hijos del Padre y pueblo sacerdotal.
Con relación a ello la carta a los Hebreos dice: “Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre igual que Melquisedec” (Hebreos, capitulo 5, versículos 5 y 6).
La misma carta añade: «Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hebreos, capitulo 9, versículo 11); y el libro de 1ra. de Pedro, capitulo 2, versículo 9 dice: “Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz”
Así, mediante el bautismo, todos hemos sido configurados con Cristo Profeta, Sacerdote y Rey. Nuestra vida es sacerdotal en la medida en que, unida a la suya, se convierte en una completa oblación al Padre.
En muchas diócesis se celebra también en este día la Jornada de santificación de los sacerdotes; y ha de ser un día para agradecer a los sacerdotes su entrega absoluta.
El sacerdote actúa en la persona de Cristo, perdona con el perdón de Dios, lleva su Palabra que se encarna en su propia palabra, perpetúa la presencia real de Cristo entre nosotros. Si a veces nos defrauda su insuficiencia personal, pensemos que a Dios no le ha estorbado. Consideremos el peso de la dignidad divina que lleva dentro.
Por ello esta festividad sacrosanta ha de ser para todos los católicos un día intensamente sacerdotal. Un día para amar el sacerdocio de Jesucristo prolongado en sus ministros.